Sin conocer la nieve

Salustiano prometió salir de pobreza, una vez abandonó por tercera ocasión la cárcel La Modelo, donde estuvo detenido dos meses, en 1978, por intentar robar en una vivienda de Calidonia, Panamá.

Dentro del infierno vivido bajo el encierro, conoció a Miroslava, la hija del sastre que tenía su negocio en un caserón de madera, frente al parque de Los Aburridos, en El Chorrillo.

Fue la dama quien le consiguió trabajo como ebanista, aunque no sabía nada de ese oficio, inició primero como ayudante general hasta que fue afinando su técnica e ideó abrir su propio taller.



En esa cárcel, Miroslava visitó a un primo proveniente de Ecuador, ya que su padre era un migrante de Guayaquil, quien vino a Panamá en busca de mejores días que encontró con un sencillo trabajo en una casa destartalada entre heces y la hediondez.

Al año Salustiano se casó con Miroslava, acholada, de piel marfil, de baja estatura, con cuerpo escultura, rostro inocente y muy deseada por los varones del empobrecido barrio.

Tuvieron tres varones, dos de ellos dedicados al consumo de marihuana, a pesar de los esfuerzos de los padres, no obstante, el más pequeño nació con la estrella de tocar la guitarra, instrumento musical que desde los siete años ya dominaba.

El ebanista tenía un sueño desde su infancia que era conocer la nieve, cuando la vio por primera vez en una película de Charles Bronson y su proyecto final era tocarla, sentirla, mojarse y hacer muñecos.

No paraba de hablar de la nieve, el taller donde laboraba estaba repleto de periódicos amarillentos con fotografías, paisajes de montañas bañadas de blanco y volcanes cuyas cimas encanecían.



Tras 20 años laborando como cimarrón, logró abrir un pequeño taller de ebanistería en la Avenida Ancón, sus hijos ya grandes, casados, menos el primero que falleció de un disparo policial mientras asaltaba un banco con una peligrosa banda.

Salustiano y Miroslava planearon irse a Perú, a las montañas de Los Andes, carecían de vivienda propia, no eran sujeto de crédito hipotecario porque vender comida en la calle y hacer pantalones para varones era suficiente, sin embargo, lo importante era ver la nieve.

Tardaron ocho años en ahorrar, él con 53 y ella con 50, tenían todo listo para el periplo a tierras sudamericanas, cuando quince días antes del viaje el enamorado esposo sintió dolores en el pecho durante una chupata con vecinos del barrio.

La ambulancia llegó tarde y al presentarse los paramédicos, el ebanista no tenía signos vitales.

Miroslava, triste y hora viuda, lloró, falleció el amor de su vida y el padre de sus hijos.

Salustiano murió sin conocer la nieve.

Fotografía de S. Migaj y Pavel Danilyuck de Pexeles no relacionadas con la historia.

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