Hace diez años fui gerente en un almacén de perfumes en el aeropuerto internacional de Tocumen, atendía a turistas mexicanos cuando ingresaron al local dos mujeres.
Madre e hija, la primera de unos cuarenta y tres años, mientras que la
segunda aparentaba no más de veintidós, pero me impresionó la hermosura de la
señora por su porte y elegancia.
Vestía con jeans azul, una camiseta blanca, unas zapatillas del mismo color,
con lindo cuerpo, no mayor de 1.70 metros, abundante cabellera parda, ojos
oscuros, de nevada piel y sonrisa que me enamoró a primera vista.
Si laboras en cualquier terminal aérea del mundo ves distintas nacionalidades,
costumbres, culturas, acentos y gente con deseos de charlar, apenas se bajan
del avión.
Las mujeres eran Ana e Michel, ciudadanas chilenas, vinieron a conocer el Canal
de Panamá, lugares exóticos como parques nacionales, las playas y dar su vuelta
en los centros comerciales de la capital.
Por su acento las reconocí, los mexicanos se marcharon con sus perfumes, Coralia,
la dependiente del local, las atendería, pero la sostuve para que me dejara a
mí ese fabuloso trabajo.
Sentí su perfume, la dulzura de su voz me embobó, me encontraba recién
divorciado a mis treinta y cinco años, no quería volver a casarme, sin embargo,
al tener a Ana frente a mí, el discurso de eterno soltero se derrumbó.
Algo extraordinario le tomé la mano sin agarrarla, la besé con tanta
intensidad, acaricié sus cabellos largos, sedosos y finos con mi imaginación e
hicimos el amor en el paraíso de mi cerebro.
Michel se fue donde Coralia, mientras platicaban, gagueaba al responder las
preguntas de la señora madura y relacionada con los precios de los perfumes árabes
y franceses.
La dama comentó que desde hacía tres años planificaron venir al istmo por
un video que vieron sobre la vía interoceánica, sus playas y los parques
nacionales porque amaba la naturaleza.
Me imaginé que era casada, pero no pregunté, tampoco me atreví, una mujer
de esa talla sería correteada en cualquier rincón del globo terráqueo, además es prohibido ese tipo de contactos con los clientes, de lo contrario te despiden.
Las féminas compraron doscientos dólares en perfume y se marcharon, la
señora pagó con una tarjeta de débito y le cobré casi balbuceando.
Obvio que se dio cuenta que quedé flechado por mi conducta, sin embargo, ella
fue la única madura y roba corazones de quien me enamoré antes de renunciar a
la perfumería.
Fotografías de Albert Rafael y Wikipedia no relacionadas con la historia.
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