Conocer a Alejandra Barahona fue un verdadero dolor de cabeza que duró meses, en primera instancia porque su decepción amorosa le transformó su corazón en una piedra que ningún mazo lograba quebrar.
En segundo lugar, era muy
quisquillosa, tenía mal humor o diría yo una cascarrabias, producto de la
situación que atravesaba con sus dos hijos varones, peleando con el padre de
sus descendientes para que cumpliera con la manutención y asuntos laborales.
Con todas esas aristas,
la veía en las mañanas cuando pasaba para laborar en la Caja de Ahorros,
donde trabajaba como oficial de crédito, mientras que a pocos metros yo me ganaba
el pan como ejecutivo de préstamos en una financiera.
Sus profundos ojos pardos
e inmensa cabellera negra contrastaban con su piel canela, que despertaba kilométricos
deseos masculinos, la dama era deseada por muchos y a todos los rechazaba.
Vestía un uniforme de falda azul,
con chaqueta del mismo color, camisa blanca, con un pañuelo celeste atado a su
hermoso cuello, que eran inspiración mental de cualquier alpinista que adorase la
piel canela.
La conocí por casualidad
en un restaurante de la zona, ella volteó su vianda sobre mi camisa color
nieve, quedó con un mapa de grasa y verduras, la fémina se puso más blanca que
la leche y por primera vez escuché su dulce voz con lo siguiente: mis
disculpas señor por derramar la sopa.
Ya la había visto otras
veces, sin embargo, para la princesa yo solo era un fantasma, no me encontraba
en su mapa cerebral, ni en su radar, porque como no quería nada con los varones
por problemas del corazón, no existía.
Tras el accidente nos
saludábamos, luego almorzamos en una ocasión y decidí atacar con artillerías de
girasoles, misiles de bombones envueltos en rosas, poemas en papel celeste
emperfumado y cajas de música con bailarinas que se movía al ritmo de Para Elsa
de Beethoven.
Dos meses y nada, me quedé
sin municiones, mis 45 años no sirvieron de nada porque la mujer de 35 años no
aceptaba salir conmigo, menos ser mi novia y darme el anhelado beso con que
soñaba todas las noches.
Cambié de táctica, ya no
le enviaba mensajes por las mañanas en la aplicación de WhatsApp y me contrataron
como tecladista en una orquesta que se presentaba en un casino de Vista Alegre,
Arraiján, por lo que mi vida cambió.
No determiné más a Alejita
durante cuatro meses hasta que una compañera de trabajo me comentó que la
fémina preguntaba por mí a diario, así que solo sonreí y callé.
Al mes, durante una presentación, me inspiré con mi teclado, interpretamos cuatro canciones, nos fuimos a un
cuarto de descanso cuando el cantante Pepe me dijo que una mujer me buscaba.
Era Alejita, vestida
con pantalón vaquero azul, una camisa blanca de rayas rojas, el cabello
recogido con cola de caballo y botas blancas se acercó, me dijo que cerrara los
ojos, obedecí y sentí sus labios junto a los míos.
¡Casi me desmayo!
Imagen de Vija Rindo
Patrama y Pixbay de Pexels no relacionadas con la historia.
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