A pocos días de cumplir los 55 abriles, Heriberto me presentó a su sobrina Helena, de 30 años, una linda arquitecta, aspirante a pintora, de inmensa cabellera negra, piel canela, ojos brillantes y oscuros, además de cuerpo voluptuoso.
Heriberto me la trajo
para que le instruyera con mi experiencia como pintor, profesión de la cual comí
durante los últimos 20 años, cuando decidí dejar mi trabajo como mecánico en un
taller, cerca de la Tumba Muerto, en Panamá.
Con el pasar del tiempo
mi encanto físico desapareció, mi abundante cabellera se perdió como las hojas
de los árboles caídos que arrastra la suave brisa, mis dientes cambiaron al
color del sol producto de mucho tabaco y mi vientre se inflaba por falta de actividad
física.
Helena fue buena alumna,
llegaba temprano, hacía el café, me hablaba de su antiguo esposo y actual novio,
hastiada de los hombres que la confundían con un objeto sexual.
Me contaba que solo la
miraban como si la tuviese en la frente, mientras que yo solo escuchaba y nada
decía.
A los dos meses se
apareció con unos emparerados, me invitó a la calzada de Amador a ver el atardecer,
cerré la vieja puerta de mi cuarto en Río Abajo y coloqué el oxidado candado
para acompañar a mi alumna.
La pasamos excelente, me
preguntó mi razón por ser tan hermético, hablar poco de mí e imitar a un lobo
solitario, a lo que respondí que en el cuadrilátero del tiempo me dieron tantos golpes
que me dejó fuera de combate.
Al anochecer Helena tomó
mi mano derecha, se me declaró, me besó y me abrazó tan intensamente que la
luna sonrió, las olas se detuvieron, las estrellas brillaron más y el viento
entonaba Silencio de Beethoven.
Era una locura esa relación
por la abismal diferencia de 25 años, sin embargo, a mi novia no le
interesaba porque vivía el momento, aprendí con ella a ser más social, dejé de
fumar marihuana y beber vodka todos los días.
Las clases dieron frutos,
la técnica de Helena mejoraba y también me pedía que me mudara con ella y que
dejara mi viejo cuarto preñado de recuerdos juveniles, cuadros sin vender y algunas
esculturas que ocupaban casi todo el espacio de la vivienda de madera invadida por las
termitas.
Sabía que esa relación no
tenía futuro, Heriberto dejó de hablarme cuando se enteró de que dormía con su
sobrina, me acusó de aprovechador y de seducir a su pariente cuando fue al revés.
Esa noche lloré como un
chiquillo, tomé mi decisión porque no había otra salida, Helena me reclamó que
dejó a su novio por mí, le dije que un viejo de 55 años no iría a ninguna parte
con una de 30 años.
Antes de subir a su auto,
Helena gritó que me amaba y nunca me olvidaría, tenía su rostro empapado por el
diluvio y se marchó.
Ella encantada por la experiencia de un hombre maduro y yo de su juventud, aunque el tren debía por obligación detener su marcha antes de llegar a la estación.
Imágenes de Cottonbro Studios
de Pexels no relacionadas con la historia.
El amor no tiene edad. La dejó por miedo al pensar que le pasaría lo mismo de siempre. El que tiene miedo de vivir, que no nazca.
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