¿Dónde está mi flor?

 

Tuco, Tico y Toto, tres carajillos nacidos en Metetí, Darién, Panamá, se fugaban del cuidado de sus padres en las noches, tomaban sus bicicletas para jugar después de las ocho en las inmediaciones del cementerio local.

El reto consistía en correr con la bicicleta, luego ingresar al camposanto, tomar una flor de cualquier tumba e ir hacia atrás para demostrar que poseían la misma fuerza y nervios de un valiente guerrero.

Las noches eran extremadamente oscuras, vientos fuertes que estremecían las ramas de los árboles, arbustos, la hierba, objetos mal colocados y hojas caídas, un cielo estrellado porque no había grandes edificios y luces que las opacaran.



En esa área solo escuchabas el sonido de la brisa o alguna cosa material que esta movía, sin embargo, los chicos no eran temerosos a las leyendas de los cementerios, ni ánimas, fantasmas, brujas o demonios que saliesen de las tumbas.

Los infantes, casi todos de rasgos acholados, menos Tico, hijo de un español y una negra darienita, era blanco, cabello de afro, ojos verdes y aparentaba unos 14 años por su estatura, en comparación con sus amigos de piel canela, cabello lacio negro, ojos pardos y de baja estatura.

Durante una de esas noches de travesuras, Tico logró agarrar una flor silvestre de la tumba de un niño de 12 años, muerto tras una batalla contra una enfermedad, pero como había poca luz, no se dio cuenta de dónde obtuvo el premio.

Se fueron a sus casas tras terminar sus ratos de ocio para ser regañados como siempre, aunque a Tico lo castigaron y no lo dejaron ver televisión.

Tuvo una pesadilla esa misma noche en la cual un infante lo correteaba en el cementerio mientras le reclamaba por la flor que agarró de su tumba, lo que generó que mojara su pijama del susto.

Al mediodía fue donde Tuco y Toto para contar el terrible sueño, sus amigos rieron y le dijeron que solo era excusa para no jugar o sus papás lo taparían para no ir más tarde a divertirse.

—Soy valiente e iré con ustedes hoy al cementerio. Nada de culillo—, afirmó Tico molesto a sus amigos.



—No te pongas bravo—, respondió Tuco.

—Solo queríamos molestar—, añadió Toto.

Pasaron las horas y llegó el momento de ir al cementerio, decidieron quedarse más tiempo hasta esperar si acontecía algo, tener varias flores y quedarse 5 minutos dentro del camposanto.

Hicieron lo planificado, pero al momento de la espera en el suelo salió neblina, la temperatura bajó, las puertas del lugar se cerraron solas, por lo que los tres chiquillos vieron cómo las cadenas se enrollaban y casi se cagan de terror.

Una figura levitaba, un infante con rasgos indígenas se acercó a ellos, no tenía ojos, ni lengua, pero sí mucho cabello, con color de cuerpo entre blanco y azul mezclado.

—¿Dónde está mi flor? ¿Por qué se las roban de mi tumba? —, interrogó el fantasma.

—Perdón, solo jugábamos, somos niños—, respondió Toto.

—Los cementerios no son sitio para jugar, sino para descansar—, resaltó el muerto.

—Perdón, pero no nos lleve, no nos mate—, manifestó Tuco.

—Si los vuelvo a ver de nuevo en mi tumba, me los llevo a los tres—, dijo el espíritu, se perdió entre la neblina y la temperatura subió.

Los tres muchachitos corrieron, Tuco se hizo caca en su pantalón, mientras que Tico y Toto se orinaron y jamás volvieron a jugar ni entraron al cementerio de Metetí.


1 comentario:

  1. Ja ja ja , uno de chiquillo no le tiene miedo a nada. Recuerdo una vez jugando quija con mis primos, detrás de la casa cural un jueves santo 😅😅

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