Eneida de Corro observó a Flavio Arrocha, la primera vez que llegó a la redacción del diario El Heraldo, para escribir sobre arte, específicamente pintura, escultura y algo de literatura.
La vida es un saco de sorpresas, ella abrazaba la
religión evangélica, ultraconservadora, vestía pantalones y trajes anchos que
ocultaban su escultural figura, utilizaba zapatos bajos, poco maquillaje,
casada, con un hijo de 5 años y la mujer contaba con 28 años.
Mientras que Flavio, tenía 31 años, soltero, bohemio,
pintor, escultor, poeta, le encantaba, las parrandas, la vida social, el
cigarrillo, el alcohol y la marihuana, pero poseía una mente brillante.
Corría el año 1996, apenas la telefonía móvil llegaba
a Panamá, no había redes sociales, los periodistas usaban los radios
comunicadores para las asignaciones y notificar cualquier eventualidad transcurrida
para buscar la noticia.
A los dos meses de la entrada del erudito en arte, Eneida
lo miraba discretamente con sus ojos azules, como con ganas de que el masculino le
acariciara sus rubios cabellos y deslizara sus dedos por su nevada epidermis.
La única que se dio cuenta de los sentimientos de Eneida,
fue su compañera Amalia Rosa, quien la molestaba en momentos que ambas féminas
se encontraban solas.
Eneida siempre lo negó, pero cuando platicaba con el
caballero se tornaba algo nerviosa, Flavio también lo sabía, sin embargo, la
miraba como un ser de cristal, no intervendría en el matrimonio, supuestamente
fuerte y con siete años.
Flavio intentaba drogarse en las noches cuando salía
del diario porque ya había perdido un trabajo por ese asunto, así que evitaba
conflictos, debía pagar su cuarto donde vivía en el Casco Antiguo y sus gastos.
De cabello negro, piel canela, mediana
estatura, ojos pardos, era agradable platicar con él porque sabía de política,
economía, astronomía, historia y arte.
Los directivos del diario lo querían mucho porque tenía
notas exclusivas, contactos en el exterior, además contaba con una licenciatura en Arte
de la Universidad de Panamá.
Mientras que transcurrió un año de su llegada, la periodista luchaba
por mantener su secreto hasta que lo vio fumando un cigarrillo en los
estacionamientos y lo abordó para aconsejarlo.
—Sabes que eso te hace daño y las drogas también. Si
necesitas ayuda con mucho gusto te extiendo mis manos—.
—Mi vida está destruida desde que nací, huérfano, me
adoptaron unos españoles borrachos, drogadictos y me maltrataban, así que desde
niño vi eso normal—.
—Tienes derecho a una oportunidad de mejorar tu vida y
ni siquiera te hablo de religión, sino por ti mismo, Flavio—.
El hombre sonrió, colocó su mano derecha en sus
mejillas y le agradeció sus palabras, aunque antes que se marchara, lo interrumpió
y gritó.
—No quiero que mueras. No lo soportaría—.
Flavio le dio un beso en la mejilla, le comentó que
era casada, que le gustaba, no obstante, era loco, pero no tanto para destrozar
un matrimonio consolidado y se marchó.
Había poco que hacer, con Flavio, Eneida no tenía
futuro alguno porque palo que nace doblado su tronco no se endereza.
Todo siguió normal, se hablaban como dos compañeros de
trabajo hasta cuando escuchó el radio comunicador, un domingo a las once de la
mañana, la noticia de que Flavio murió ahogado en la bañera de un hotel.
Ebrio y dopado se ahogó con el agua usada para
bañarse.
Durante el sepelio Eneida lloraba sin parar, se
consolaba con Amalia Rosa, ante la mirada de los sorprendidos colaboradores de la empresa.
Solo allí descubrieron que la mujer guardaba un amor silencioso.
Ella colocó una rosa roja en el ataúd del poeta y pensó
“algún día nos encontramos y te amo Flavio”.
Imágenes cortesía de Dreamstime.
Hermosa historia que muestra un amor bonito que no lastima. Belleza.
ResponderBorrar