Un pacto con el diablo

En la urbanización Altamira de Vacamonte, Panamá Oeste, nadie sabe que se hizo el tío Virgilio, un colonense, jubilado de Autoridad del Canal de Panamá (ACP), ya que el caballero desapareció sin dejar rastro alguno.

Ni la policía, ni sus familiares, ni los pandilleros consultados de la zona, conocían su paradero, no fue asaltado, no existía evidencias de asesinato y por las calles del barrio decían algunos que el diablo se lo llevó.

Resulta que Virgilio Brown, era viudo, de 61 años, con dos hijos que residían en Brooklyn, Nueva York, Estados Unidos, mientras que la víctima vivía en su casa de tres recámaras, dos baños y un estacionamiento para su vehículo.

El día que se esfumó dejó su automotor para irse a pie hasta el billar Alex, ubicado en la entrada de Vacamonte porque no quería perder su licencia de conducir si lo pillaban conduciendo en tragos.



Como todo es un misterio, las autoridades consultaron con María Elena Aziz, su novia de 33 años, vecina del varón, linda, cabello negro, blanca como la nieve, ojos pardos, cejas pronunciadas tipo arábigo, ya que su padre era un palestino.

En la casa de Virgilio su novia tenía prohibido ingresar a una habitación cerrada con candado por razones desconocidas.

La gente de la urbanización rumoraba que Virgilio enamoró a María Elena a punta de trabajos de brujería, debido a que no había otra forma para que un hombre de su edad conquistara semejante penco de hembra. 

Recibía una jubilación de mil 400 dólares, su vivienda estaba cancelada y complacía los caprichos de su pareja, sin embargo, la dama le contó a la policía que tampoco sabía nada del paradero de su pareja.

—Me dijo que iría al Alex a tomarse unas cervezas y regresaba en tres horas, eso fue como a las ocho de la noche del viernes, pero no volvió—.

Un juez dio la orden de ingresar a la casa de Virgilio, como testigo, un sobrino nieto suyo lejano, para que observara la diligencia.

No hallaron el cuerpo, pero si un altar de brujería con todo lo necesario para realizar rituales en un cuarto cerrado con candado.

El altar tenía varios santos, una vela blanca, otra roja, una negra, la fotografía de María Elena, frutas como mangos, bananas, manzanas, tabaco, una botella de ron y unas yerbas, todo puesto encima de un mantel blanco.

La mujer casi se cae de nalga cuando le mostraron las imágenes del altar, se confirmaba que la guial cayó por la mística, sin embargo, seguía enamorada de su hombre mayor, de raza negra, cabello negro de afro, ojos pardos y mirada penetrante.



Pasaron tres años, hasta que una clarividente, de nombre Luz, entró a la casa del desparecido con María Elena y el sobrino nieto, identificado como Mario.

La mujer apenas abrió la puerta, entró en trance, levantó sus blancas manos, abrió más de lo normal sus verdes ojos, movía y cabeza y se acostó en el piso para narrar los hechos.

—Virgilio camina por la entrada de la urbanización, se le aparece un hombre en traje de calle, con sombrero de hongo, guantes blancos, zapatos muy lustrados, no tiene ojos, no se ve su rostro, pero sí una lengua de serpiente que movía mucho—.

—Llegó tu hora Virgilio. Ya obtuviste lo que querías con esa mujer joven, aunque ya el tiempo acabó y el momento de cobrar mi deuda—.

—Quiero más, por favor, estoy enamorado—.

—Esto no es juego de balompié. No hay tiempo extra—.

El desconocido hombre, llevaba un bastón, golpeó el piso, salió una inmensa llama, extendió su mano izquierda y por magia ingresó a Virgilio al fuego, posteriormente entró a las llamas que desaparecieron de inmediato—.

—¿Qué le pasó a mi marido? —, preguntó María Elena.

—Escuchaste muy claro, el diablo se lo llevó—.

María Elena lloró, su amor no volvería, una fatal atracción, una vieja deuda y un pacto con el diablo.

Imagen de la muerte cortesía de Dreamstime y de Altamira de Fígaro Ábrego.

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