Alejandro Bilbao, era uno de esos empresarios que solamente le interesa el dinero, el poder, los negocios, no tenía ética comercial, ni amigos, solo socios, mientras que era donante de campaña de numerosos políticos.
De 59 años, católico, accionista de una aerolínea, un
canal de televisión, dos radioemisoras, un periódico, tenía un puerto para sus
barcos en Panamá Oeste, banquero, negocios con aseguradores y hoteles.
Todas las explotaciones adyacentes al Canal de Panamá
o eran de su propiedad o estaba metido en ellas, poseía ganado bovino,
caballos, importaba vehículos europeos, licores, poseía una compañía de
comercio de madera, pollos, una fábrica de embutidos y otros negocios.
Era blanco, de ojos verdes, alto, delgado y de raíces
del país vasco, cuyos antepasados emigraron al istmo en 1881, en pleno apogeo
de la construcción del fracasado Canal francés.
Casado con María Clemencia Pombo, una oligarca, de
Bogotá, forrada en plata, mientras que a sus dos hijas, Irina y Sofía, las matrimonió
con un panameño de origen sefardí y a la otra con comerciante de origen
jordano.
Hasta en el matrimonio Alejandro Bilbao encontraba la
forma de hacer negocios porque el dinero y el poder siempre van juntos.
Nunca daba la cara cuando los derechos de sus
trabajares eran violentados, no perdía un solo litigio en los juzgados
laborales, ni en las huelgas, además era frecuente donante de campaña de
candidatos presidenciales, alcaldes y diputados.
Su fórmula era apoyar a los posibles ganadores para
posteriormente cobrar con negocios o concesiones, en la cual siempre ganaba y
el Estado perdía.
Tenía un grupo de ventrílocuos que hablaban por él en
los medios de comunicación donde era accionista, atacaba mediante campañas a sus posibles adversarios y usaba su poder para neutralizar su competencia
comercial.
Era casi un dios, un intocable para los presidentes,
el Órgano Judicial, tenía una barrera protectora en todos los sentidos.
Evadía impuestos y arrodillaba a las autoridades a
través de sus medios de comunicación.
Durante su cumpleaños 61 se hizo una fiesta a todo
dar, con mucha champaña, güisqui, comida y música clásica.
Sin embargo, a los seis meses de la parrada, su
salud inició la carrera hacia el deterioro, olvidaba las cosas, tenía mucha
dificultad para andar, se perdía en su inmensa mansión de San Francisco y su
personalidad cambiaba de forma radical.
Los galenos le diagnosticaron demencia senil o la enfermedad
de Alzheimer, un mal sin cura y terminal.
El poderoso hombre daba sus 2 mil millones de dólares
de fortuna para curarse, no obstante, ni en Houston, La Habana o Europa, su
enfermedad tenía remedio.
A punto de cumplir 63 años, había un grupo de
enfermeras que lo bañaban, lo alimentaban, le cambiaban la ropa e incluso le
limpiaban el trasero cuando evacuaba porque ni eso hacía.
Los días del omnipotente empresario terminaron como un
bebé de seis meses, sin memoria, auxiliado para caminar, comer, cagar y bañarse.
Muchos no entienden que en este mundo hay cosas que el
dinero y el poder jamás comprarán.
El dinero no compra salud, ni felicidad. Lo aprendió tarde
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