Recién murió mi abuelita Tita, mi madre se fue con mi hermano mayor a la Florida, me quedé con mi primo Luis, quien laboraba en las Fuerzas de Defensa de Panamá con el rango de cabo, mientras yo era un nini porque no había trabajo.
La situación era difícil en el país, los bancos casi cerrados, había un
bloqueo estadounidense que solo jodía a los pobres, no a la dictadura militar,
los ricos tenían dinero para vivir, así que de vez en cuando realizaba una
jornada para ganar unos dólares.
Vivía en un viejo caserón de madera, lleno de polillas y podridas, donde la
hediondez de las aguas turbias burbujeaba y se mezclaban con el perfume de la
marihuana que viajaba silenciosamente por el aire.
En esa vivienda casi a punto de caerse, residía María Librada, una chiricana,
oriunda de Cerro Punta, hija de una señora que vino a laborar a la capital y
fruto de una relación clandestina con un terrateniente de descendencia yugoslava
de apellido Crakovic.
Muy delgada, y linda como un campo inmenso de nieve, con impresionantes
ojos de pradera, cabello casi miel y una sonrisa espectacular, la mujer de 19
años, como yo, se convirtió en mi novia.
Los vecinos me respetaban, todos querían caerle como buitres para
conquistarla, algunos usaban el serrucho para que me abandonara, no obstante,
la chica estaba fiel a su cholito coclesano.
Cuando su madre se marchaba a trabajar, me colaba en su cuarto y hacíamos
el amor todos los días, desconozco por qué no la embaracé porque mi idea era
preñarla y asegurarla.
En la calle 27 del Chorrillo, donde vivíamos, había mucha actividad comercial de ventas de
cervezas y pescado, los soldados estadounidenses llegaban a montón a comer el
producto marino y también conquistar panameñas.
Con sus autos lujosos, libres de impuestos, promesas de matrimonio, las
impresionaban con las viviendas pagadas con tributos de los estadounidenses y muchas caían ante la posibilidad de poseer una tarjeta verde.
Pasaron cinco meses y lo mismo con María Librada hasta que me contaron que
la vieron platicando un domingo, cuando yo mataba un camarón, con un
soldado yanqui, la montó en un Saab, convertible, color gris y se la llevó.
Le reclamé a mi novia, ella respondió que eran solo amigos, que el militar
la ayudó con algo de dinero y alimentos comprados en la base de Clayton,
víveres que le salían baratos a ellos solo por el vivir fuera de Estados Unidos.
Era imposible competir con ese huracán de beneficios, en ese momento mi futuro,
como el de muchos panameños, era incierto, así que dos meses antes de la nefasta
invasión militar de EE. UU. a Panamá, María Librada se casó con el yanqui.
Lloré como un chiquillo al enterarme, pero aprendí, a amar con el cerebro, no con el corazón. Jamás volví a tener noticias de la chiricana.
Y al saber como le fue con el norteamericano, que allá en Estados Unidos su dinero no valía mucho.
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