Cuando a Jacinto Arias lo llamaron el martes 5 de noviembre de 2002 para informarle de que la bóveda del banco Los Andes, fue saqueada durante el largo fin de semana, casi le da un infarto.
Era el gerente de esa sucursal, el comercio estaba al
lado de una vivienda en La Chorrera, Panamá, el sábado 2 de noviembre de ese año, cuando
arquearon todo estaba bien, se marcharon por los días patrios y al retornar fue
la sorpresa.
De inmediato el lugar se llenó de inspectores de la Policía
Técnica Judicial (PTJ), peritos del Ministerio Público, policías, camarógrafos,
reporteros y fotógrafos que recogían la noticia del mes.
También se presentó Franklin Arosemena, el mismo
director de la PTJ, lo que significaba que el asunto era más grave de lo
pensado.
Las primeras investigaciones revelaron que se trató de
tres hombres de nacionalidad colombiana, quienes arrendaron una vivienda al lado del banco, se
llamó al propietario, estuvo detenido 24 horas, sin embargo, le dieron una
medida de país por cárcel.
Los sudamericanos desconectaron la alarma, cavaron durante
horas y eso lo evidenciaba la gran cantidad de tierra en la sala, la cocina,
las habitaciones, el patio trasero e incluso en el baño la arrojaron.
Usaron máscaras de luchadores de El Matemático, El
Santo y Tinieblas, además de guantes para no dejar evidencias de ADN, y eso fue
lo que salió en el video de la grabación de seguridad.
Tuvieron suficiente tiempo, pero la pregunta que se
hacían los inspectores era que cómo sabían exactamente el punto donde estaba la
bóveda, porque para excavar y llegar a la zona equis tan exacta, alguien les proporcionó los planos.
El banco calculaba que aproximadamente había 200 mil
dólares en la bóveda, ya que se trataba de una sucursal pequeña, pero los
periodistas no creyeron el cuento y sabían qué había más.
Durante las sumarias, se conoció que el banco le
compró una propiedad a un colombiano (la convirtieron en local comercial), quien falleció hacía diez años, lo que inducía
que probablemente uno de sus familiares obtuvo los planos, planearon el golpe y
lo ejecutaron.
Solicitaron una asistencia judicial a Colombia que
demoró unos cuatro meses en responder, mientras tanto nadie preso, el seguro pagó el monto
hurtado y los inspectores se rascaban la cabeza porque los ladrones se
esfumaron.
El inmueble fue arrendado a Jairo Arboleda, un nombre
tan común en Colombia como los árboles, la asistencia judicial resultó en que no
había nadie con ese número de cédula y la fotografía del pasaporte pertenecía a
un hombre oriundo de Medellín, asesinado en el año 2000.
Pasados siete meses, el caso se congeló, uno de los
investigadores apuntó a que podrían ser zapadores de las fuerzas armadas
colombianas o la guerrilla, debido a la velocidad del trabajo era necesario
excavar muy rápido sin hacer el menor ruido para no levantar sospechas.
Los antisociales no dejaron evidencias, ni alimentos,
botellas de aguas, colillas de cigarros, pisadas, todo lo limpiaron y era como
si la misma tierra se los hubiese tragado.
Al año del hurto, el dueño de la vivienda, identificado como
Rafael Centella, escuchó la voz conocida de un hombre con acento colombiano,
almorzaba con dos caballeros, luego salió del local, encendió un cigarrillo,
sacó su móvil y marcó a la PTJ.
En 20 minutos llegaron los petejotas, detuvieron a los
tres colombianos, quienes reclamaban que solo comían.
Los interrogaron y todos confesaron ser los autores
del hurto en el banco, planificaban dar otro golpe, abusaron de su suerte y los
pescaron.
Les dictaron una sentencia de siete años de prisión
por asociación ilícita para delinquir, hurto con fractura y destrucción de la propiedad
privada.
En la sombra terminaron los topos nocturnos porque su
ambición los acarreó a los barrotes porque la fortuna solamente llama una vez a
la puerta.
Bobos, volvieron al lugar de los hechos ja ja ja
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