El paletero suertudo

Todas las tardes por elegante barrio de Obarrio, pasaba Aníbal Sotelo, de 24 años, un paletero, oriundo de La Villa de Los Santos, Panamá, recién llegado a la capital, buscó de trabajo para luchar contra la pobreza y eso fue lo único que obtuvo.

De baja estatura, cabello castaño oscuro, ojos miel, blanco, pero con la piel colorada por el inclemente sol diario que tomaba mientras arrastraba su carretilla llena de paletas de frutas y de helados con el fin de ganarse unos reales.

Residía en Tocumen, se levantaba a las cinco de la madrugada, era el primero que estaba en la entrada de Helados La Italiana, ubicado en la avenida Justo Arosemena para recibir su carrito y así laborar.

Como era poco lo que ganaba, almorzaba un pan con queso, con una bebida pequeña de a 35 centavos y cenaba sopa de paquete con huevos, no tenía hijos y vivía en la extrema pobreza.



Dormía en un cuarto pequeño, con una cama diminuta, un radio transistor, no tenía televisor, unas cuatro mudas de ropas, unas cutarras que amaba mucho y solamente se las colocaba cuando iba al jardín “Los Santos”, a escuchar música típica y zamparse un par de “lavagallos” en su día libre.

En ocasiones desayunaba café y una tortilla para aguantar hasta cuando tuviese suficientes ventas que le aseguraran el día.

Marion Poll, era una estadounidense de origen alemán, jubilada del ejército de 42 años, que vivía con su hermana de 50 años, en la urbanización de Obarrio, donde el humilde hombre, sin escolaridad alguna, pasaba a diario con su carretilla.

Le compraba paletas y practicaba el castellano con el caballero, ya que trabajaría en una empresa norteamericana como supervisora de ventas.

Un lluvioso día, Aníbal Sotelo, intentaba cubrirse de un aguacero de proporciones bíblicas debajo de un árbol, cuando la extranjera lo vio, ella detuvo su vehículo y prácticamente lo obligó a subir.

Le pagó todas las paletas, le dio comida, y ropa, le dio de beber güisqui, y se lo cogió.

Marion Poll, era una dama liberal, si le gustaba el hombre se acostaba con él y ya.



El hecho se repitió varias veces, salía con dinero de la casa de la gringa, lo llevaba a pasear en su carro, pero todo de forma clandestina sin que sus amistades o hermana descubrieran el romance.

La mujer estaba casada con un capitán jubilado, quien estaba bajo tratamiento médico en un hospital militar de EE.UU.

A los tres meses de gozar a la estadounidense, un día estaba en la vía España con su carretilla, cuando observó a Marion Poll, salir de un restaurante elegante con un hombre maduro, tomados de manos con adolescentes.

Era el esposo de Marion que llegó de Estados Unidos.

Aníbal Sotelo, bajó la cabeza, cambió de ruta, también comprendió que solamente era sexo y diversión, además que no fue él quien disfrutó, sino ella.

Marion Poll echó sus canas al aire y cada uno agarró su camino desde ese momento para no verse más.

 

 

 

 

 

 

 

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