Perder hacha, calabaza y miel

Vestida de rojo vino, con su diadema que arropaba sus negros cabellos con vaselina, zapatos de vestir norteamericanos regalados por un oficial del US Army, su bolso negro y con su danzante caminar, salía esa noche Monique D’Alembert hacia el Happyland en busca de su estrellato y dinero.

Alta, delgada, ojos verdes, trasero formidable y pechos gigantescos, la extranjera era cantante en el famoso club frecuentado por la oligarquía panameña, turistas, zoneítas y soldados estadounidenses acantonados en las bases de EE.UU. en Panamá.

De pronto, se detiene un carro sin matrícula, se bajan tres hombres vestidos de traje de gala y sombrero de ala ancha, corren hacia la francesa y …



Monique D’Alembert era una aventurera francesa, nacida en 1920, en Sedán, el norte de Francia y junto con su familia escapó de su tierra natal hacia Edimburgo antes de que las tropas alemanas ocuparan la ciudad  en 1940.

Intentó llegar a Estados Unidos, pero la gran cantidad de personas que huían de la Europa ocupada no daba abasto para ir a ese país de América.

A los ocho meses de estar en Edimburgo, subió a un barco que la trasladó  hacia La Habana, vivió un año allí, luego se embarcó hacia Colón y posteriormente a la capital panameña.

La francesita volvía locos, tanto a la oficialidad norteamericana como los “rabiblancos” panameños que se embobaban de verla cuando cantaba en su inglés “afrancesado” en el mencionado club nocturno capitalino.

-¿Te quieres casar conmigo? Yo te sacó de este lugar y nos vamos a vivir a Colorado, tendremos hijos y pido mi baja para dedicarme a una granja-, le pidió Ryan Thomas, un capitán del ejército estadounidense que residía en la base de Clayton.

-¿Habla en serio Monsieur? No estoy en condiciones para casarme, ni mucho menos encerrarme en una granja montañosa. Soy una mujer citadina. Mejor quedamos como amigos mi soldadito-.



Monique D’Alembert no tenía tiempo para romances, era una máquina trituradora de dinero, carecía de sentimientos, sensibilidad y empatía, tanto que la llevaron a darle la puñalada por la espalda a la tierra que la vio nacer.

Uno de los meseros del club, un “machigua”, llamado Charles Arias, también enloquecía cuando la francesita pasaba a su lado, la vigilaba, la seguía sin que ella lo descubriera e incluso entraba a su habitación del hotel donde vivía. Allí fue donde encontró la máquina Enigma.

Corría 1943 y quizás Adolfo Hitler y su estado mayor, tuvieron que usar una lupa para saber dónde quedaba el país centroamericano que le declaró la guerra en 1941 a los germanos y sus aliados.

Enrojecido, molesto, cabreado, emputado, encolerizado y disgustado, Charles Arias, tomaría venganza ante el desprecio de la europea. Sin saber que el desprecio sería su desgracia, esa noche Monique D’Alembert terminaría mal.



Charles Arias entró clandestinamente en la pieza de la gala donde halló cigarrillos, chocolates, dinero, cartas de amor escritas en inglés por el oficial Thomas y la famosa Enigma.

Era un indio, no un pendejo, así que se imaginó que ese aparato era para espiar.

-¡Bingo! Esa puta me las pagará-, acotó el indígena cuando vio el aparato que representaba su pase de factura y creyó que le darían una jugosa recompensa por denunciarla.

Monique D’Alembert  terminaría con sus huesos en una cárcel militar estadounidense, quizás en la horca, la silla eléctrica o un pelotón de fusilamiento en Arizona, pensaba el indio.

La pregunta que nunca tuvo respuesta fue cómo llegó a manos de la dama esa máquina de vital importancia para los aliados y el eje.

Una semana después de aquella noche, los diarios publicaron la noticia y un titular decía: ‘Cabaretera francesa era espía nazi’.

Monique D’Alembert, fue entregada a la policía zoneíta con la máquina Enigma, usada por los germanos para descifrar mensajes de la marina británica, cuyos barcos eran blanco de la manada de lobos o submarinos alemanes que los esperaban en el norte del Atlántico con el fin de hundirlos.

Ni las gracias le dio el gobierno panameño o el zoneíta al machigua, quien denunció a la gala solo por ser un hombre no correspondido en el amor.

Al final perdió hacha, calabaza y miel.

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