Tres horas donde Iván

 La música de Ulpiano Vergara sonaba a todo dar, mientras que los clientes saboreaban sus cervezas ante el desastroso calor nocturno de diciembre. Algo había que hacer para neutralizarlo.

En el ala derecha de las instalaciones, un local separado con dos muros, una entrada, mesas con sus respectivas sillas y en el techo ventiladores para refrescar el clima.

Una barra de madera que da a la calle, donde los clientes colocan sus cervezas, la antigua entrada esta cerrada, pero se hizo un pasillo entre el muro pequeño del negocio y la edificación de madera para que el público ande.

Chicas de todos los colores, blancas, trigueñas, negras, pequeñas, tatuadas, algunas con pantaloncillos que dejaban casi al descubierto lo que la naturaleza le regaló al nacer y que cualquiera se muestra boquiabierto.

Panameñas, nicaragüenses, colombianas, dominicanas y venezolanas pululan por el antro con cubetazos de cervezas para los clientes y para ellas también porque son acompañantes.


Ellas son las damiselas, sicólogas, psiquiatras, consejeras matrimoniales, entre otras profesiones, beben de forma impresionante cerveza, incluso más rápido que los masculinos.

Su consumo de “pan líquido” es casi similar a un cosaco, sin embargo, no lo hacen por puro gusto sino porque su estómago depende de cada cerveza que un cliente les pague.

Dos dólares con 50 centavos le cuesta a los varones las cervezas obsequiadas a ellas, para el hombre un dólar, por lo que ella sumará a su emolumento un porcentaje de cada pinta que él le “mande”.

Un caballero de unos 60 años, vestido con pantalón gris y camisa blanca de rayas conversa con una chica en una de las mesas, se nota su felicidad. Volvió a su juventud, aunque sabe que su acompañamiento es por “fichar”.

El ritmo de Victorio Vergara invade el lugar, ella es una diva de piel canela, vestida con pantalón y camiseta pegada a su cuerpo, cabello largo oscuro, alisado, hurta las miradas de los clientes que no tienen la fortuna de estar acompañados. Numeroso elemento masculino no alcanza para todas las musas del bar.



Sale Karen, una nicaragüense, blanca, viste un pantalón negro adherido a sus piernas, su trasero es enorme, inmensa caballera negra, ojos pardos brillosos y con cara de princesa. Lleva una blusa blanca. 

Como ella, muchas escuchan distintas propuestas, desde convertirse en amantes, esposas, una mejor vida y darles el lugar que se merecen, no obstante, las chicas saben que todo es cuento de camino y al final el asunto terminará en una casa de ocasión en La Chorrera.


Karen es como un diamante en una mina de carbón, pero el trabajo dignifica, así que debe ganarse la vida, independientemente si la critican o no, ya que las cajeras del supermercado no preguntan de dónde viene el dinero con que se paga los alimentos.

Aunque la pista tiene pocas parejas, parecen pasarla bien, mientras que afuera un hombre le reclama a otro que se comporte y que  evite problemas porque esta ebrio, tanto que sus ojos danzan.

Todas las   noches se repite lo mismo en el concurrido bar de Burunga, Arraiján, en Panamá Oeste, donde estalla la testosterona y los huracanes de pasiones momentáneas arrasan.

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