Filogonio y Mastranto eran dos ebrios de Nancito, Chiriquí, les gustaba zamparse a cada momento sus tragos de licor sin mezclador, agua y hielo, ya que preferían los lavagallos.
Ambos jubilados sentían curiosidad desde hacía años por la leyenda que un
chamán se aparecía en el Parque Arqueológico y Petroglifo el Nancito, uno de los
lugares donde se encuentra arte rupestre en Panamá.
Desde chiquillos escuchaban las historias de que en una piedra el grabado de
un animal, salía en las noches de luna llena y luego se convertía en chamán con
el fin de vigilar que nadie dañara los pictogramas de la zona.
Signos de la cultura maya en el istmo, algo increíble, a pesar de la lejanía
de Panamá en tierras donde ese pueblo vivía, aunque para ir a cualquier lugar
se viaja, pero más que las fabulosas imágenes de cazadores o recolectores
arcaicos y otras, estaba el misterio.
Ya viejos, Filogonio y Mastranto, planearon una noche de luna llena, al
salir de la cantina, caminar al parque a corroborar si existía o no ese famoso fantasma
de la persona que una vez tuvo poderes sobrenaturales de curar enfermos y
convocar espíritus.
Un sábado de carnaval abandonaron la cantina del pueblo, anduvieron hasta perderse
entre los herbazales y alumbrados solamente por la luz de luna, cada uno con
una pacha de licor, cigarrillos y una linterna.
De a milagro podían andar producto de la borrachera, gritaron, rieron y casi
no se comprendían al dialogar por el licor en su sangre.
Entraron al parque, no vieron nada, Filogonio se sentó frente a una piedra
y Mastranto, fue a orinar detrás de otra, luego volvió, encendió un cigarrillo
y sacó de su bolsillo trasero derecho una media botella de seco.
Un trago para neutralizar la noche que se tornó fría, pasadas las doce, se
bebieron todo y se fumaron los cigarrillos, sin embargo, no vieron nada, solo
se escuchó el ruido del viento, las ramas de los árboles y algunas ranas.
Molestos se fueron, gritaron gran cantidad de cloacas y palabras de grueso
calibre contra el fantasma del chamán y argumentaron que eran cuentos de
camino en mal estado.
Mientras salían la neblina cubrió la totalidad del lugar, los ebrios se
asustaron y dieron algunos pasos hasta que observaron un indígena maya.
Con el torso desnudo, una falda que cubría su pelvis, una cinta entre su
cabeza, varias plumas de quetzal, descalzo, el cuello adornado de cadenas de
chaquiras, también sus manos y con un zarcillo en su nariz.
—Que sea la última vez que vienen en ese estado a la tierra mis antepasados—advirtió
el chamán.
Filogonio y Mastranto quedaron blancos como un manto de nieve, la juma huyó de su cuerpo y corrieron tres kilómetros sin parar del susto.
Cuando contaron el hecho en la cantina, todos se rieron de ellos y los tildaron
de ebrios y cuenteros.
Fotografía de Matheus Alves y Janeth Charris de Pexels no relacionados con
la historia.
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