Mercedes Stanley llevaba ya cuatro meses en Nueva York, residía en un apartamento de una recámara en el Bronx, en un edificio destartalado, con un inodoro de cuchitril, lleno de ratas y cucarachas, pero no importaba porque ella estaba en la Babel de Hierro.
Aunque no tenía papeles de residente, utilizaba una tarjeta verde, número
de seguro social y licencia de conducir falsificada, debido a que era el año
2003 y la tecnología aún no usaba el sistema E-Verify o el verificador de
identidad.
Laboraba dos días a la semana en un supermercado acomodando alimentos,
otros dos en el mercado descargando pescado y una jornada en un restaurante
lavando rascacielos de platos.
Su gran sueño era, como muchos migrantes domésticos de EEUU y extranjeros,
ser millonarios, convencido de que podían triunfar porque eso era lo que
proyectaban las películas de Hollywood.
El barrio donde vivía la panameña, era un nido de maleantes, extranjeros,
campesinos estadounidenses pobres de otros estados, plagado en pandillas, armas
de fuego, gente trabajadora y futuros profesionales que daban su cuota de
sacrificio para salir adelante.
La istmeña se llevó la gran sorpresa porque su sueño no era lo que vio en
las producciones cinematográficas, por el contrario, era necesario trabajar
como burro y más burro para tener algo.
Para comprar una casa debía ahorrar mucho dinero, ya que el banco pedía el
30% de abono inicial y una vivienda de 500,000 dólares exigía 150,000 grandes
para aprobar el préstamo.
El asunto de impuestos era otro, no tenía dependientes en Nueva York, así
que el tío Sam le quitaba aproximadamente mil 500 dólares mensuales para
mantener la burocracia, eso, aparte de los gravámenes estatales.
Por otra parte, pagaba impuestos si mantenía una cuenta en el banco, así
que al final decidió cerrar su cuenta y hacer todo con efectivo, práctica que
realizaban numerosos inmigrantes foráneos en Estados Unidos.
Todo iba bien, hasta que la dama de 23 años, blanca, ojos y cabello negro,
de mediana estatura, oriunda de Chiriquí, conoció a James Sullivan, un
estadounidense campesino, oriundo de Dakota del Norte, quien se fue a Nueva
York con el sueño de hacerse rico.
Rubio, alto, de ojos azules, atlético, laboraba en un restaurante de
trabajador manual, sin embargo, como era norteamericano argumentaba, que eso no
era para él sino una labor que debían hacer los extranjeros.
Se juntó con una pandilla de irlandeses, dedicados al contrabando, venta de
drogas, sobornos a comerciantes y otro tipo de delitos.
James Sullivan paseaba con su novia panameña, se la llevaba a lujosos
restaurantes, a la Isla de Coney, el gran Manhattan y otras zonas donde los
neoyorkinos pobres no pueden costear por su elevado precio.
Le prometió sacarla de la pocilga donde vivía para alquilarle una
residencia en Queens, en la parte de clase media alta.
No obstante, dos semanas antes de rentar el apartamento, la pareja tomó el
metro con destino al Alto Manhattan para cenar, cuando antes de llegar a una
estación, un hombre blanco, sacó de su abrigo un arma de fuego y le pegó cuatro
tiros a la pareja de la chiricana.
Por andar en negocios sucios, James Sullivan fue ultimado por
narcotraficantes rusos que perdieron un cargamento de marihuana y lo acusaron a
él de robar la droga.
El asesino se bajó de la estación, mientras que la novia de la víctima
quedó congelada del susto, no se movía, hasta que un puertorriqueño le comentó
que se marchara porque la policía le haría preguntas.
A los cuatro días del asesinato de su novio, Mercedes Stanley aterrizaba en
el aeropuerto internacional de Tocumen, aún asustada por el suceso del metro de
Nueva York.
La película que ella creó fue una fantasía porque no todos tienen la misma
oportunidad o suerte, mucho más cuando se debe conocer que el séptimo arte solamente es para
entretenimiento, aunque numerosas veces se usa para “lavar” el cerebro.
El famoso sueño americano. Al final, una pesadilla para muchos .
ResponderBorrar